- María – la voz cálida y resquebrajada la sacó de su reflexión.- María, ven y saluda a tu tía.
Bajó despacio los escalones, notando frío en los pies y el tacto duro y suave de la madera. ¿Dónde iba? Sin duda, pensó, a tomar un poco de café para aliviar la sensación de frío.
- María – de nuevo esa voz la hizo detenerse.- María, no comas galletas que luego no cenas.
Tomar un café, se repetía mientras entraba en la amplia cocina. ¿Había bajado a eso? Buscó en la alacena las galletas y se llevó una a la boca con expresión distraída. Eran sorprendentemente dulces, pensó mesándose los cabellos blancos.
Tener una bonita melena negra era algo que todas las mujeres del pueblo envidiaban. Ella tenía la suerte, el orgullo, de tener ascendencia morisca y fenicia: ojos de estrella, melena oscura y larga, esas ondas ni lisas ni rizadas, andares de reina, caderas redondas y voz melosa. Sí, había tenido suerte y, en su atolondrada cabeza, creía seguir teniéndola.
- Veintidós años, María, veintidós lindos años.
Apenas podía pensar, cada vez que lo intentaba esa voz le comentaba algo. ¿Pero de dónde salía? Y sobre todo... ¿ quién era María? Además esa voz no le resultaba ni siquiera conocida. Por un segundo pensó seriamente que su madre la estaba siguiendo por la casa, o tal vez su hermana poniendo voces extrañas para bromear.
Me llamo Esperanza, y a mis veintidós años, estoy felizmente casada con Carlos, (- Julio – maldita voz) el amor de mi vida. Nos conocimos a la orilla de la playa del pueblo del norte donde vivían nuestros padres y pasamos nuestras infancias. Nosotros, Carlos (Julio) y yo vivimos desde entonces en una casa junto al mar y por las mañanas, nos levantamos a abrir las ventanas para que la brisa entre y llene de olor a sal las habitaciones.
¡ Pero cuanto calor tenía! Abrió la bata y la dejó caer en el suelo. Tenia bordada una letra, la miró un segundo: A. Sonrió, recordando que su madre había bordado toda su ropa con una A para que pudiera identificarla. A de Ángeles. Mis padres quisieron dejarme como regalo ese bonito nombre, que sonaba a gloria y a paz.
- María, ven aquí, María – la voz de nuevo se alzó muy cerca de ella. Maldita sea, pensaba, pero, ¿ quién es María? - María, escúchame, escúchame atentamente, si no quieres venir a la iglesia no vengas pero no lloriquees después.
¿ Iglesia? ¿Qué demonios...? Ella nunca había pisado una iglesia. Es más no llegó a casarse porque no quería entrar en una... Entonces... ¿ qué era esa ermita que su mente le traía en forma de recuerdo?
- María, déjalo ya, por Dios. Esta chica me va a volver loca.
Ahora el sol brillaba tímido entre nubes que presagiaban tormenta, y ella decidió subir a vestirse. Era invierno, pero ella buscó un lindo vestido rojo de lino y tirantes finos. Allí abajo, en el jardín, entre los rosales su marido le sonreía y le tendía las manos. Ella sonriendo a su vez bajó rápida las escaleras de la casa y corrió hacia él. El sol, pensó, daba luz a las rosas que reflejaban el rocío de un modo tan especial...
Encontraron a María, la loca, muerta entre la nieve del jardín abandonado, donde sólo crecían hierbajos, que rodeaba la casona en que vivía. María tenía cerca de setenta años, ojos acuosos, voz cálida y quebrada. Había llegado de algún lugar de la costa para vivir en el monte por recomendación médica. No tenía familiares ni esposo. Tampoco había tenido madre ni hermanos. María vivía en su propio mundo, donde inventaba personas y se inventaba a sí misma. Muchos en el pueblo la habían oído alzando la voz y regañando consigo misma: María....
María, la loca, murió en un jardín con un marido que nunca tuvo y unos rosales que solo existían en su mente, en un verano ficticio en medio de una tormenta de nieve. Helada, muerta de frío, cuando en su mundo era verano.

