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En un reino encantado, donde los hombres nunca pueden llegar, o quizás donde los hombres transitan eternamente sin darse cuenta; en un reino mágico, donde las cosas no tangibles se vuelven concretas, había una vez... ¡un estanque maravilloso!
Ese estanque maravilloso era una laguna de agua cristalina y pura, donde nadaban peces de todos los colores existentes y donde todas las tonalidades del verde se reflejaban permanentemente...
Hasta ese estanque mágico y transparente se acercaron a bañarse, haciéndose mutua compañía, la tristeza y la furia.
Las dos se quitaron sus vestimentas y desnudas entraron al estanque.
La furia, apurada (como siempre está la furia), urgida -sin saber por qué- se baño muy apresurada y, más rápidamente aún, salió del agua.
Pero la furia es ciega, o por lo menos no distingue claramente la realidad; así que, desnuda y apurada, se puso, al salir, la primera ropa que encontró. Sucedió que esa ropa no era la suya, sino la vestimenta de la tristeza. Y así, vestida de tristeza, la furia se fue.
Muy calma y muy serena, dispuesta como siempre a quedarse en el lugar donde está, la tristeza terminó su baño y sin ningún apuro (o mejor dicho, sin conciencia del paso del tiempo), con pereza y lentamente, salió del estanque.
En la orilla se encontró con que su ropa ya no estaba. Como todos sabemos, si hay algo que a la tristeza no le gusta es quedar al desnudo, así que se puso la única ropa que había junto al estanque: la ropa de la furia.
Cuentan que desde entonces, muchas veces uno se encuentra con la furia, ciega, cruel, terrible y enfadada, pero si nos damos el tiempo de mirar bien, encontramos que esta furia que vemos es sólo un disfraz, y que detrás del disfraz de la furia, en realidad... ¡está escondida la tristeza!
(de Teresa Silva Garland)