TAL VEZ A ALGUNOS LES DE UN POCO DE "FLOJERA" POR ASI DECIRLO LEER ESTE MENSAJE, PERO QUISE PUBLICARLO, PORQUE ES CIERTO QUE MUCHAS VECES RENEGAMOS DE NUESTRO PAIS, PERO ESTE ES SIN DUDA, EL MEJOR TESTIMONIO DE QUIEN SOMOS. ESTA ESCRITO (VALGAME LA REDUNDANCIA) POR UN ESCRITOR MEXICANO, PERO ESPERO QUE LOS QUE SEAN DE OTROS PAISES SE ADUEÑEN DE ESTE PENSAMIENTO DE AMOR A SU PAIS. GRACIAS


Yo Germán Dehesa, alguna vez fui alumno de José Emilio y lo aprecio y respeto enormemente; de hecho, su presencia fue definitiva para que yo tomara la decisión de estudiar letras. Digo todo esto para que se entienda que no me es fácil estar en desacuerdo con mi maestro, pero por lo que se refiere a este poema, yo no lo firmaría ni lo confirmaría jamás. Yo sí amo a mi patria y creo que sí alcanzo a comprender, en el doble sentido de entender y de abarcar, su fulgor, que para mi no resulta nada abstracto, sino algo que día a día, viaje a viaje, mirada a mirada, se concreta.
Pero tampoco se trata de crear una falsa polémica. No intento decir que Pacheco es menos mexicano y menos patriota que yo. De hecho, quien lea el poema que he citado se dará cuenta de que Pacheco está jugando al decir que no ama a México, pero que daría su vida por ciertos atardeceres, por una ciudad gris y hostil, y por unos cuantos amigos. Yo diría que este es un discreto y elegante modo de ser patriota e implica amar a una patria a través de ciertas realidades muy concretas. Lo único que ocurre entonces entre Pacheco y yo es que él es un ser muy recóndito, muy aislado, muy tímido y muy de puertas para adentro, a diferencia mía, que soy mitotero, fiestero, amiguero y viajero. Él conoce básicamente su colonia y yo, desde mi infancia, he subido y bajado por todo el país. Esto se traduce en que yo tengo más realidades y concreciones de lo mexicano por las que daría la vida. Pacheco y yo somos el encuevado y el salidor; es decir, somos dos estilos perfectamente validos de ser mexicanos, buenos mexicanos.
Me dicen que hoy la idea de patria tiende a diluirse en el fenómeno de la globalización; me dicen que pronto el concepto mismo será obsoleto y que todos acabaremos siendo ciudadanos del mundo. Puede se, pero esto, si sucede, no sucederá ni mañana, ni pasado, sino en el mediano y largo plazo. Así pues, invocar hoy la muerte funcional de la patria suena a terrorismo verbal, ímpetu apocalíptico y ganas de no asumir nuestros deberes para con esta lastimada patria que hoy, inescapablemente hoy, esta requiriendo nuestra ayuda.
Estos personajes que hablan en términos tan visionarios (visionados, diría mi madre q.e.p.d., s.a. de c.v.) nos otorgan como premio de consolación la siguiente perla seudo intelectual: pronto ya no se podrá hablar de patria, sino de “nichos culturales”. Esto es una perfecta idiotez. Equivale a decir que pronto ya no se podrá hablar de Dios, sino de deidad, lo que equivale a decir lo mismo, pero de una manera mas tangencial y retorcida. Por supuesto que México es un “nicho cultural”; por eso es mi patria, porque me reconozco en sus mitologías, en su modo de crear belleza, de cumplir el ceremonial del día con día, de resistir y asimilar cualquier invasión, de aguantar vara, de sobrellevar el peso casi insoportable de sus obispos, emperadores, presidentes, caciques, líderes y funcionarios, de resistir la injusticia y el maltrato de siglos y de, a pesar de todo, cantar y reír. Esto es lo que ocurre en ese nicho cultural que al día de hoy se llama México y es mi patria, mi suave patria, mi amada patria.
Aquí nos vamos a tropezar con otro problema. México como cultura tiene muchos siglos de estarse creando y recreando; México como unidad política, como Estado moderno, tiene muy pocos años de haber sido creada, en una fecha que podemos precisar: segunda mitad del siglo XIX. La inventaron Juárez y sus muchachos (Ramírez, Altamirano, Prieto, Riva Palacio y algunos más). Fueron estos encendidos muchachotes liberales los que se enfrentaron a los conservadores mochos, monárquicos, adinerados, acomplejados, extranjerizantes, cobardones, urgidos siempre de que alguien viniera del exterior y los salvara de pensar y vivir por su cuenta, de asumir los riesgos de apasionarse por un país que tendrían que vivir como responsabilidad propia; estos dizque mexicanos necesitados de que algún príncipe extranjero los aliviase de ser libres, de ser maduros y de sentirse mexicanos. Todavía esta por escribirse la historia del daño que muchos de nosotros, sobre todo los conservadores y la jerarquía eclesiástica, le hemos hecho a México. Un país que, como observa Pérez Reverte, se equivocó de Dios y se aferró a una concepción sufriente, limosnera y dadivosa de la Divinidad, postergó su felicidad para la otra vida (en ella seguramente seremos campeones de fútbol) y se resigno a una existencia de docilidad, mansedumbre, aguante, refunfuño y Dios dirá y Dios mediante y Dios quiera y cuando Dios amanezca.
Y que conste que no son ganas de no creer en Dios; sino de quitarle tanta chamba a la Divinidad, de asignarle responsabilidades, retos y trabajos al hombre, de restaurar el derecho a la felicidad y de convencer a mis compatriotas de que Dios nos es medico especialista, ni terapeuta amoroso, ni conseguidor de fortunas o chambas, ni pretexto para aceptar derrotas, fracasos, faltas de madurez o de grandeza de ánimo. Creo que esta es una de las fallas más profundas de la condición mexicana y una de las vetas que mejor facilitan la explotación de nuestro modo de ser sumiso y fatalista. De hecho, con esta fórmula, con estos mitos y estas cosmogonías, ya tendríamos que estar fuera del mercado y fuera de la historia. Si no ha sido así es porque en el borde mismo de la catástrofe, nos gana la risa, y esta risa es tan explosiva, tan del alma y tan estruendosa, que nos absuelve fulminantemente de tantas y tan graves debilidades. Por eso, por nuestra infinita capacidad de gozo al borde del abismo por eso yo solo puedo ser mexicano. Si no fuera de aquí, si tuviera que irme de aquí, me dedicaría eternamente a sollozar y a cantar la canción mixteca, a aullar como perro café y a esperar la muerte para que alguien diga que estoy dormido y que me traigan aquí.
No creo estar solo en este acto de devoción por el casi funeral júbilo azteca. Creo que somos muchos los que sabemos que en ningún país se sufre tan sabrosa y musicalmente como aquí. Me encanta nuestra capacidad de irreverencia, nuestra plena disponibilidad a sacrificar lo que sea necesario con tal de hacer un buen chiste, nuestra muy temprana facilidad para abandonarnos a un irresistible ataque de risa que no puede ser contenido por las amenazas del maestro titular, del prefecto y del mismo director de la escuela.
¿Por qué te expulsaron de la escuela?, nos preguntará nuestro padre. Porque me ganó la risa, responderemos nosotros, que algún día averiguaremos que a nuestro padre también lo corrieron de la empresa por reírse del jefe de compras que usaba bisoñé. Los grandes ideólogos y líderes de opinión nos dicen que no podemos vivir en la eterna pachanga y que ésa es una de las claves para que México no prospere. Quizá tengan razón, pero olvidan decirnos que también es una de las claves para que México siga siendo independiente. A los severos norteamericanos nuestra inacabable vocación de relajo y regocijo los pone muy nerviosos, y así se horrorizan cuando les viene la tentación de anexarse nuestro territorio.
Olvidan también nuestros regañadores profesionales que el estado de gozo y de gracia no tiene que ser irresponsable; se trabaja muy bien estando de buen humor y dándole gusto al gusto. Si a esas vamos, más vano y más irresponsable es vivir con el ánimo siempre avinagrado, o en el llanto incontenible. Al menor pretexto y hasta sin él México estalla en júbilo, en colores, aromas, sabores, coplas, cantos y cuentos. A falta de otro juguete, México juega sin cesar con las palabras y edifica con ellas castillos en el aire, avisos eróticos, canciones de amor y todo tipo de pirotecnias.
México no es mejor que ningún país. Yo lo amo en su inminencia, en su sonrisa que rompe las tiniebla, en su alarido que busca la esperanza, en sus humildes dádivas que ya son la generosidad y en el emocionante momento que vive hoy. Ya han llegado los jóvenes y las mujeres; los hombres maduros todavía no nos vamos; todos hemos coincidido en este emocionante instante histórico que anuncia grandes cambios. No es el momento de irse, ni de acongojarse, es una hora ideal para que, por encima de todo, nos gane la esperanza y, nomás porque sí, nos gane la risa. Yo amo a mi patria y amo su fulgor.
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Por: Germán Dehesa
Selecciones, septiembre de 2005
Reader’s Digest.