[/colorAlexya San Roman escribió:¿EXISTEN LOS MILAGROS?
En el hacer de los médicos, y entre la lucha constante de la vida y la muerte, solemos percatarnos que hay una sola voluntad contra los avances médicos y el descubrimiento de tantos y tantos medicamentos y métodos curativos.
Aún, el que decide quien ha de vivir y quien no… es Dios.
Una muestra de ello es este pasaje que prevalecerá por siempre en mi memoria, como recuerdo y muestra, de que puede más el amor de una madre, que todos los inconvenientes que puedan existir.
Era aquel un crudo invierno en las montañas Chihuahuenses, los pinos estaban vestidos de blanca túnica, los techos de las humildes cabañas de los tarahumaras se cayeron con el peso de bloques de hielo, y los caminos estaban cerrados al paso de cualquier vehículo.
En ese entorno, una madre estaba por parir a su cuarto descendiente. Pobres, pero con la ilusión de su hijo, como si fuera el primero, y con el temor dibujado en el rostro, pues no podría ir a donde un año antes una doctora le salvó la vida en un parto difícil, donde la placenta no quería abandonar su tibio lecho y una gran hemorragia casi le cuesta la vida.
Ella decía, que su doctorcita que así la llamaba con cariño, la salvaría otra vez, pues aunque prohibido le tenía volver a embarazarse, otra vez había ocurrido, pues Dios dispone a veces quien ha de venir a esta tierra, y no los hombres.
Se embarazó apenas teniendo 4 meses de haber nacido su otro hijo.
Vivía entre la Sierra Madre rodeada de pinos olorosos y robustos y fuertes cedros, y a pesar de la fuerte nevada de esa noche, salió en busca del hospital donde se encontraba su doctorcita, a 6 horas de camino en tiempo despejado.
Pero ese día, ayudada de maquinaria que luchaba por quitar la nieve de los caminos, y luego de 10 horas en medio de la sierra, apenas llegó a la mitad de su destino, en un pueblecito serrano donde había una humilde clínica, donde un médico rural, atendía a los tarahumaras.
Ahí, en contra de su voluntad, pues en esos casos, la voluntad divina es la que cuenta, vió por primera vez la luz, su hijita, robusta y fuerte, a pesar de la pobre alimentación y cuidados maternos. Pero la madre pensaba en su doctorcita.
Abrazo a su hijita, le dio un beso, y la acurrucó en su pecho para darle calor, en aquel día donde el termómetro marcaba 12 grados centígrados bajo cero.
Había pasado la nevada, la bebecita tenía 10 horas de nacida, y le apareció un intenso vómito, fiebre que casi quemaba a su madre al tocar sus manitas, y diarrea, donde ya era agua lo que salía, la pequeñita con un llanto que no cedía, poco a poco se iba consumiendo. El médico al verla, solo movía la cabeza preocupado, pues no podían sus remedios ayudarla, y le dijo que solo Dios la salvaría.
Aún no había paso en los caminos, la nieve ahora se había convertido en pesados bloques de hielo y la desesperación de la madre iba en aumento… Le dijo a su esposo angustiada… ¡Pancho!, ¡tienes que llevarme con mi doctorcita!, ¡ella me salvará a mi niña!… Con el dolor de su mujer encima, le dijo: ¡po’s, an’que sea en ancas!, ¡yo llevaré a mi niña p’al pueblo grande, mi querida! Y diciendo y haciendo… tomó a su niña envuelta en una raída cobija y a su mujer por el brazo, y la montó en una mula para librar los kilómetros que la separaban del valle salvador, donde ya habría camino.
Con miles de trabajo llegaron al otro lado de la montaña, la bebita ya ni lloraba, su cuerpecito estaba frió y de vez en cuando, una bocanada de aire absorbía. Su madre la abrazaba llorando y rezando y le susurraba al oído: ¡Empérate mi beba, que tienes que llegar a la doctorcita!...
Al fin, llegaron a una clínica pequeña, la madre se negó a ser atendida ahí, exigió ser llevada donde ella decía, y viendo el medico, que poco había por hacer, accedió a llevarla en la ambulancia, pues sabía que estaba agonizando la bebita.
Al fin llegó al dicho consultorio… sin esperar el pase, entró llorando a donde la doctora, quien tenía a una paciente dentro… y ante el azoro de todos, le dio la bebé en brazos de su doctorcita y le dijo:
Ahí te la traigo, doctorcita!... no pude llegar antes pá que asté la recibiera, pero sé que aquí encontrará su alivio.
Asombrada la doctora, puso a la bebe en la camilla, y con un dejo de tristeza le dijo: ¡Pero mujer!, ¡qué quieres que yo haga por tu beba!, ¡si la pobre casi está sin vida!,
¡Mírala… ya sus ojos tienen una nubecita donde lo único que mirará será al señor que te la ha prestado un ratito.
La madre llorando le dijo: Doctorcita, Usted la va a salvar!, ¡yo se por qué lo digo!... Ande!, ¡tóquela, tóquela! y ¡verá que resucita!
Mas por complacer a la mujer, que por convicción, la doctora puso sus manos sobre la bebé, que estaba blanca como la cera, fría como el hielo que había afuera, y casi sin respirar y con unos ojitos que sus pupilas estaban paralizados en un solo sitio. La tocó y al mismo tiempo, pensando en que podía hacer por su pacientita y hablándole
a Dios en silencio: Padre mío!, sabes que yo no puedo hacer nada por ésta criatura, ¡ilumíname!, ¡dime que tengo que hacer!, o ¡como hago para confortar a esta mujer que tanto llora!.
Súbitamente… al contacto de la piel de la bebita y pensando esto al mismo tiempo… sintió la doctora un estremecimiento, un fuerte calor le recorrió todo su cuerpo, y de sus manos sintió que brotaba un gran calor, como chispitas.
Fue algo tan rápido, tan fugaz, que apenas se dió cuenta cabal de aquel hecho… pero al pasar este calor… la bebecita se empezó a quejar, el color volvió a su piel y tomó un color rozado, sus pequeños ojos, se fijaron en la doctora, y su respiración se hizo uniforme y normal.
Rompió en llanto la bebita, con gran fuerza en sus pulmones, y la madre al ver aquello, se hincó y dijo: ¡Gracias Diosito! , ¡gracias por dejarme llegar!, ¡gracias Doctorcita!... ¿ya ve como si podía?
Sin dar crédito a lo que sus ojos veían, y sin saber lo que había pasado, la mujer de ciencia, solo atinó a decir: pero si yo no he hecho nada mujer!, ¡quien la ha salvado fuiste tu!, ¡tu que creíste en un milagro!, ¡y este ocurrió!
<center>Alexya San Roman