Eran sus ropajes los de un caballero de buena posición, con telas obscuras, abotonaduras y sombreros que parecían traídos de las más finas casas europeas. Pero no parecía un hombre elegante. Era su figura la de un alma en pena, con la cabeza apuntando al frente y los ojos perdidos en el piso como si quisieran ver hacia abajo, hacia el infierno que les esperaban. Era su alma esclava de un dolor incurable.
Cada noche, el hombre de las obscuras ropas elegantes dejaba atrás su pequeño palacio, rondaba las esquinas de un par de calles y dirigía sus pasos hacia el convento de San Francisco que orgulloso se erigía en el centro de la Ciudad de México. Dentro del templo el hombre hincaba una rodilla y colocaba un pie al frente, igual que hacían los caballeros templarios para rezar a Cristo.
Y parecía que los rezos apenas salidos de sus labios ayudaban a tranquilizar su espíritu, pero no pasaba mucho tiempo de paz cuando la calma de la iglesia era rota por gritos desgarradores, gritos que podían contar la historia que hacía sufrir tanto al hombre, pero que nadie podía entender.
Los lamentos del oscuro caballero elegante no se quedaban dentro de la capilla. Un extraño eco les hacía la calle abierta. Y los gritos rebotaban en las paredes, en los árboles de la primera alameda y hasta en las catacumbas debajo de la ciudad. “¿A quién están matando?”, se preguntaba la gente que lo escuchaba. “¿Qué lo está matando?”, se preguntaba la gente que lo conocía.
Así pasaron muchos años, sin que se presentara más que un cambio en la condición del viejo penitente. Un cambio que hizo que la gente hablara más de él. Pues ya no salía de su casa simplemente con sus ropas elegantes, sino que el hombre iba al templo cargando al cinto una daga de mano, como las usadas por los campesinos castellanos, una espada larga y en forma de cruz similar a las de los templarios, y una maza con picos que en el puño tenía incrustados los blasones de una familia desconocida.
¿A quién se había visto jamás llevar armas para rezar en el templo?
¿Trataba el hombre de protegerse así del dolor que lo perseguía?, ¿Eran para acabar con el dolor? Pocas personas tuvieron contacto con aquel hombre y ninguna tuvo el cuidado de explicar para la posteridad en algún documento los motivos de su sufrimiento.
Quien mejor lo conoció fue la mujer que estaba empleada a su servicio en la vieja casona de Illescas. Era una mujer nativa del valle de México, con los ojos bien abiertos y la boca cerrada cual tumba, como todas las mujeres de su clase.
Era una mujer seca, fría, incapaz de cruzar palabra con los extraños en el mercado o el templo. Fue ella quien una tarde, regresando a la casona, escuchó un extraño silencio. Al entrar se halló con su patrón armado pero incapaz de emitir ningún berrido. El hombre tenía cruzados sobre el pecho su daga y su espada. Pero la casa estaba cerrada, las únicas dos llaves las tenían el supuesto templario y ella.
¿Alguien había entrado a matarlo? ¿Cómo había alguien entrado si la casa estaba bien cerrada? El gobierno investigó el caso y lo más que hallaron fueron riquezas inmensas escondidas dentro de las habitaciones del hombre extraño.
Nunca se supo quién lo había matado pero fue del dominio público que por la forma de morir alguien tuvo que haberlo hecho. ¿Para qué matarlo si no le robaron nada? Nadie pudo dar explicación a estas preguntas y mucho menos al hecho de que en las noches húmedas siguieran escuchándose los pasos del hombre rumbo al templo y sus inhumanos lamentos.
Atte: ana hernández g.
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