
Inmortal después de muerto
No hay muchas cosas que me inquieten. El insomnio, los grillos, las chicharras. Ninguna grave. Excepto una: odiaría morir para siempre. Pudrirme, solo, en una caja de madera de paupérrima calidad. Con aroma a flores secas. Que horror. Escalofríos. ¿Por qué obligar a mis seres queridos (y no tanto) a visitar una parcela de tierra árida cada vez que les remuerdo la conciencia? Que estupidez. No quiero ser recordado por el simple hecho de haber dejado de existir. Quiero ser inmortal después de muerto.
¿Cómo hacerlo? Suena fácil, lo sé, lo sufro. Intenté de todo: hijos, máscotas, mujeres. Cientos. Después de setenta años de buscar soluciones, solo queda una: escribir. Lo averigüé al pasar por un café en el que una joven (voluptuosa, por cierto) recitaba con fervor la prosa de vaya a saber que autor desconocido. Era increíble. Todos escuchaban, todos querían conocer al dueño de esa pluma. Entre ellos, mantenían vivo al pobre escritor, que seguro murió de hambre. Suertudo, inmortal.
Así estoy ahora, frente a una hoja que se niega a entregarme todo su potencial. Cuanto blanco, pienso. Cuanto espacio que podría resucitarme. Escuché, hace años, que a los más grandes de la literatura la musa les venia de pronto, volando, a todo color. Así que espero. Sentado, tranquilo, un poco aburrido, espero. Con la pluma en la mano. No sufrí mi caligrafía en mi ahora lejana juventud para que un pedazo de metal con palancas haga el trabajo por mí. Ni hablar de esas cajas frías, ruidosas, que titilan la pantalla exigiendo palabras para devorar. Las odio, más que a los grillos. Un poco menos que a las chicharras. Casi lo mismo que al insomnio.
Testarudo, comienzo sin esperar la musa. Una llegó flotando, hace tiempo, pero era rosa. No servia. No quiero imaginar que clase de historia hubiera salido de ese color horrendo. Mejor ni pensarlo. Comienzo a dibujar las letras, con la misma dedicación que cuando entrenaba mi mano inquieta. Hache, a, be larga, i latina, a. ¿Había? ¿Qué había? ¿Dónde? ¿Qué? Tacho. Carajo. Empiezo otra hoja de papel. No me queda otra opción, la joven voluptuosa reiría de mi torpeza. Comienzo a dibujar nuevamente. E, ene. E, ele. Pe, u, e, be larga, ele, o. Muy complicado. En los pueblos hay miles de personas. ¿Cómo se supone que de vida a semejante cantidad de personajes? Sé que existen secundarios y terciarios, pero a ninguno de mis ávidos lectores les interesan. Tacho. Otra hoja. E, ene. U, ene, a. Ce, a, ese, a. Ele, e, jota, a, ene, a. Esto me gusta, atrapa. Continúo. Hache, a, be larga, i latina, a. ¿Otra vez? ¡Dios! Tacho. Otro bollo en mi cesto. Tanteo la pila de papeles a explotar. Es el colmo. ¿Qué escritor decente comienza la historia que sabe lo hará inmortal con solo tres hojas en su pila?
Tal esfuerzo creativo me siesta. No hay muchas cosas que me causen placer. Viejo, decrepito, como estoy, las horas de sueño me llevan de paseo a lugares que creía olvidados por mi traicionera cabeza. Pelada. No siempre es bueno. ¿Para que recordar mi único amigo canino? Es una lastima que los perros no sepan escribir. El mío hubiera vivido para siempre. Que idiota, no tienen pulgares. Seguro comenzarían por había. No tienen mi práctica. Yo, escritor. En construcción.
Saciada siesta, retomo labor. Afilo pluma, cargo punta, consigo hojas. Varias. Comienzo de nuevo. Para mi sorpresa, funciona. La pluma vuela rasante sobre el papel, atacándolo con letras caligrafiadas. Con oraciones completas, párrafos, descripciones, algunos personajes queribles. Escribo, casi sin pensar, una historia cuyo final todavía no conozco. Sonrío, escribo más rápido. Adjetivos, verbos, los otros también. Pasan horas y, contento, puedo decirlo: Efe, i latina, ene.
Luego de setenta años evitando morir del todo, lo logré. El brazo izquierdo molesta. Nauseas. Vista nublada. ¿Culpa de la prosa rasante? Seguro. ¿Siesta otra vez? No me resisto, no podría. No pude.
Acostado, intranquilo, bastante muerto, espero que esto no lleve mucho tiempo. El olor a flores secas me repugna.[/b]