donde nacían sin freno
las blancas rosas de fe,
se han convertido en desiertos,
en arenales estériles.
Se me ha muerto la esperanza
al comprobar que los dioses,
si alguna vez existieron,
abandonaron su intento
de hacernos parecer hombres.
Me podréis hablar de fe,
podréis argumentar todos los credos
y hasta incluso platicar sobre Job
y su bendita paciencia.
Prometeréis Paraísos
que jamás habéis visto
más allá de vuestros sueños,
y me daréis amor
pensando en un desvarío.
Pero no, no es así,
tampoco me importa
saber si lo padezco, o si lo creéis,
o mejor diría
que ansiaría padecerlo,
pero en realidad
ya nada importa, nada.
Porque para que algo incumba
se debe entender su significado,
y a mí se me escapa dicha comprensión
más allá de mi propia existencia,
la cual es sin hesitación
la carente de sentido.
Apartad de mí
a los filósofos, a los teólogos,
a los sicólogos
y al resto de sabios neuronales,
que deliran aparentando
conocer los recovecos
del laberinto de la razón,
que azota al corazón.
¿Acaso, en su enorme sabiduría,
han olvidado
que el sentido de la vida
es ser mortales?
Tal vez, porque para ellos
la muerte sólo sea
teoría final del gasto de la historia.
Si pudiesen padecerla,
como lo hacen tantos,
desde el primer respiro
oxigenado en carencias.
Si entendiesen
que se puede morir constantemente,
no sólo tras el último hálito…
y todas esas chorradas.
En cada segundo
de incomprensibles miradas,
en cada uno
de los alientos viciados,
los que roban hasta el aire
putrefactamente trampeado,
se muere dolorosamente.
Preguntad a ese niño,
sí, a ese que va descalzo,
y que con ojos entibiados
trata de comprender
lo que ningún titulado
le podría esclarecer.
O aquellos que,
precedidos por su abultada panza
repleta de ese pútrido aire,
buscan pan entre el estiércol,
a esos a los que las moscas cantan
en la comisura de sus labios.
Preguntadles,
¿qué sentido tiene para vosotros la vida?
Abrirán sus, ya de por si,
dilatados y sufridos ojos…
y casi con toda seguridad
os devolverán una sonrisa.
Después, daros prisa,
después… dadles algún beso
antes de que mueran,
para que al menos la muerte
tenga sentido.
No ya la suya, sino la nuestra.
Juanma
