Tendidos boca arriba sobre los pastos húmedos -donde el rumor del arroyo apagaba las voces de la casa en épocas templadas o ardientes noches del verano- estáticos cara a cara contra aquel telón negro decorado de blancas estrellas, creía yo caer en un ciclo sin retorno. Cual un libro abierto de estampas hechiceras, penetraba por tu intermedio en abismos de locura, pues el infinito vacío nocturno hacíame sentir más escasa, mi diminuta persona.
La emoción me dominaba. Entonces permanecía muda a tu lado, sin atreverme en esa pose tiesa, a emitir palabra alguna ni a actuar con movimientos. El escenario gigantesco parecía acercárseme, avanzar hacia mí, y tuve numerosas veces la impresión visual de que las lámparas del cielo se volvían más grandes, o de que yo me aproximaba a ellas.
Otras noches tapaba mi rostro con las manos sin que lo advirtieras, y tu voz continuaba señalándome las figuras nocturnas de animales mágicos, formados por las estrellas, que yo nunca pude reconstruir en el cielo. De improviso comprendías mi estafa y quitabas con rapidez mis manos del rostro. Pero yo continuaba comprimiendo los párpados. Tu voz empero, describiendo el paisaje de estrellas era quizás tan conmovedora como la visión misma, haciéndome imposible huir de ella. Curiosa, entreabría mis ventanas y sinuosos luceros emergían fugaces cruzando mis pestañas. Mi sangre con todo ello, conmovíase ante un terror mayor al de antes.
En un mundo vacío de temores como era entonces el nuestro, protegido durante la infancia y donde el menor llanto era consolado, ese abismo infinito del techo nocturno presentábame allí de golpe, la imponderable desolación del hombre ante el Universo. Eran aquellos los únicos momentos en que me sentía realmente sola... y estaba a tu lado.
Luego, al regresar a la casa tomada de tu mano y escuchándote siempre hablar de esas mágicas figuras del cielo, bajaba la cabeza cerrando los ojos por sentir que al abrirlos, las estrellas como globos gigantes podían estar flotando sobre nuestras cabezas.
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Esas emociones tan vivas que me acompañaron hasta una edad muy crecida, donde el conocimiento de la naturaleza no me permitía ya imaginar como realidades temores semejantes, no impidió empero, que mi piel se erizara ante el abismo nocturno. Pues la emoción subsistió mucho tiempo, aunque la conciencia hubiera cambiado.
Hay noches sin luna donde el cielo estrellado semeja haberse propuesto deslumbrarnos, su belleza recrea en los poetas un magnetismo romántico. Pero yo lo contemplo aún hoy detrás de las ventanas, separada del marco que lo recorta. Y revivo extrañas emociones que no han muerto dentro mío desde entonces. Creo sentir aún tus manos, tu voz y vuelvo a cerrar los ojos...
El tiempo estelar nunca culmina. Y cuando veo caer sobre el horizonte una estrella errante, recuerdo aqueéllas otras de nuestras noches en el descampado, boca arriba y cara a cara al cielo. Cuando mi mente infantil permanecía muda a tu lado, frente al abismo nocturno y la línea blanca sobre el fondo negro dejada por una estrella en fuga, era para mí la alegría íntima de ver movimiento, dentro de la tiesura del decorado inmenso e inmóvil.

