Camina por el pasillo hacia el salón mientras se ata la bata sobre el cuerpo desnudo. Enciende un cigarrillo y aspira con fuerza la calada de humo gris. El sabor del tabaco llena su boca y sus ojos se pierden tras el humo que asciende de su boca al techo. Quizás, piensa, es mejor abrir la ventana, así el olor no se pegará a la tapicería del sofá ni a las cortinas. Odia el olor a tabaco en la ropa y en la casa. No es sano, se dice.
Con un gesto mecánico se aparta un rizo de la mejilla. Observa las fotos que hay encima de la mesa del salón. En ellas aparecen sus dos hijos, Julián y Daniel, sonriendo en la playa donde antes pasaban las vacaciones de verano. Julián tiene esa sonrisa pícara que le hace parecer malo y Daniel abre exageradamente sus lindos ojos almendrados. También hay otras fotos en la mesa. En una de ellas aparecen sus niños soplando las velas del primer cumpleaños. Sus ojos verdosos se detienen en una foto y las lagrimas le inundan los ojos: ella sonriendo de la mano de su marido cuando apenas llevaban un año de casados. Él mira directamente a la cámara mientras que ella se vuelve hacia él para dedicarle esa sonrisa.
¿Cuánto hace de eso? Doce años, hace hoy. El tiempo parece haberse escurrido y volado a velocidades increíbles. Cuando era una niña, el tiempo pasaba realmente despacio, mientras que ahora los días se transformaban en horas y las semanas en días breves. Monotonía, piensa, los días se han llenado de rutina y de sombras.
Los niños, piensa, no tardarán en llegar del colegio. En lugar de ir a la cocina a hacer la comida, se dirige a la habitación de matrimonio y abre el armario. Busca entre su ropa y encuentra al fin una falda negra planchada y limpia, la blusa blanca está algo arrugada, pero valdrá. Coge la ropa y abre la otra puerta del armario. Desnuda, se para a mirar lo que los años han hecho con su cuerpo de mujer joven.
Tiene arrugas en los ojos, y esas feas bolsas debajo. También su cara ha cambiado en el contorno de la boca, sus labios han perdido algo de esa carnosidad de antaño, y se han trasformado en una línea delgada. Las primeras canas aparecen en su pelo moreno. La carne de los brazos es flácida y la barriga presenta las marcas de un embarazo que nadie puede borrar. Sus caderas son ligeramente más anchas cada día que pasa empeñándose en expandirse cuando ella, inútilmente, se da masajes con cremas reductoras que deberían reafirmar su piel.
Se viste despacio y alisa nerviosamente la falda y la blusa. Camino de la cocina se detiene dos veces para colocarse los zapatos de tacón negros. Las medias no le agradan, le producen picores. Hará de comer macarrones, que a los niños les encantan. Despacio echa la pasta en la olla de agua hirviendo, pone la tapa y baja el fuego.
- Debería maquillarme – dice a la casa. Y deja la comida a medio hacer para ir al baño a pintar sus labios de rosa y los párpados de colores pastel. Hace mucho tiempo que no se maquilla ni se arregla de esa manera. Pero la ocasión lo merece. Busca en el armario del baño y encuentra un frasco con perfume. Lo mira un segundo antes de echarse un poco en el cuello y las muñecas.
Los niños están a punto de llegar. Corre a poner la mesa, canturreando. Platos, vasos, cubiertos... cuando coloca la fruta el timbre suena.
Abre la puerta sonriendo al hombre y le indica que pase. Los niños llegan antes de que cierre la puerta. Besan sus mejillas tibias y que huelen a maquillaje y perfume. Está tan guapa, tan bien arreglada como nunca la han visto. Empiezan a hablar de los niños, los profesores y el recreo. Ha llegado el momento.
- Abel – dice al hombre que apenas puede oír su voz por encima de la de los niños que se quitan la palabra uno a otro.- Quiero que cuides de Daniel y Julián.
Cuando el hombre va a contestar el timbre de la puerta suena de nuevo. Ella sonríe y corre a abrir. Una vez en la puerta, se alisa la falda y respira hondo. Coge el pomo de la puerta y abre. El hombre que está en la puerta sonríe y pregunta si han llamado a la policía. Ella asiente y le indica que entre al salón donde Abel habla del colegio con los niños. Parecen felices, piensa ella, y entonces, solo en ese momento, se da cuenta de que los niños no deberían oírla decir lo que tiene que decir, pero las palabras ya han escapado de su boca.
- Sí, agente- se oye decir.- He matado a mi marido.
Sorprendentemente, su voz es tranquila, serena. Abel abre mucho los ojos y los niños la miran curiosos. Ella respira con tranquilidad y alza la voz de nuevo. Sonríe cuando se oye decir:
- Lo he matado, porque él iba a matarme a mí, porque me ha estado matando cada día desde hace doce años, porque nunca me daba los buenos días ni me sonreía. Lo he matado porque tenía miedo, porque me pegaba y porque me ha hecho sentir las ganas de morir. Si es un delito matar, entonces diré que él me estaba matando a golpes en el cuerpo y a golpes en el alma.
Aun sonríe cuando el policía la acompaña a la habitación donde su marido yace en un charco de sangre y señala el lugar de las puñaladas, entrega el cuchillo y susurra que se ha lavado las manos y que las toallas están en el cubo de la basura. No quería dejar las manchas porque se limpian muy mal... se excusa.
Aun sonríe cuando la sacan de casa y piensa que él está muerto y ya nunca pegará a los niños ni la golpeará a ella. Ni un solo día más de infierno, de silencio ni de llantos en el baño.
Aun sonríe cuando lo recuerda.

