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La Despedida

Miraba por encima de su hombro y sólo podía ver cómo
el gran lucero descendía lentamente hacia las montañas.
Los rayos se vislumbraban ensombrecidos por la caída
inminente de la noche. Un largo y espeso bosque se
extendía bajo la balconada de piedra en todas las direcciones:
abetos, robles y pinos; que convivían en perfecta armonía
con el simulado jardín que habían construido años antes
frente al portón. Al tiempo que ese sol ya menguante y lejano
desaparecía, ascendía al cielo el astro menor. Qué hacía reflejar
en la abundante vegetación del valle sus tibios rayos
plateados en todo su esplendor. Que bonita y dulce la escena,
que se formaba ante nuestros ojos mientras la observábamos
abrazados. Pronto habríamos de partir y quizás jamás
volviéramos a ver un anochecer tan conmovedor en mucho
tiempo. Nos separamos lentamente y cuando nuestras miradas
se cruzaron un pensamiento mutuo atravesó nuestra
mente: Había llegado la hora...
Entramos de nuevo a la gran habitación a la que pertenecía
la balconada y observamos por última vez todos y cada uno
de sus detalles. Una serie infinita de cuadros y fotografías
cruzaban las paredes de lado a lado, el pequeño jarrón sobre
el pianoforte, las cortinas y visillos de color crema a juego
con el ajuar de la cama... Salimos del cuarto y bajamos despacio
y muy silenciosamente por las largas y curvadas escaleras que
daban lugar al gran salón con la hermosa chimenea de piedra
maciza sobre la que reposaba el retrato del abuelo. La sala nos
duró apenas cinco pasos y quedamos quietos y callados en el umbral
de la puerta. Decidido, él la abrió y la atravesamos dejando atrás
todos los recuerdos vividos, que solo quedarían ahora en el corazón.
Subimos a los caballos que estaban atados y preparados junto a la
puerta bajo la balconada y observamos, ahora sí que por última
vez, el hermoso jardín. Espoleé a mi caballo y lo de después está
borroso. Cruzamos apremiados y a gran velocidad el bosque que
cubría el valle y salimos a las montañas, donde el sol ya hacía un par
de horas que se había puesto.

Los derechos de autor corresponden a María García.
Conocida como Mêya.
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